Una vez te subes nada lo puede parar, la
montaña rusa arranca y hasta que no llega al final sigue moviéndose, hasta que
el maquinista no la frena de ahí no escapa nadie. Das vueltas, subes, bajas,
giras a izquierda y derecha, y aún así sigues montado en un asiento. Te
conduce, tú no tienes el control de tu cuerpo. Sientes mareos, algunos incluso
náuseas. Adrenalina, descontrol, tienes ganas de gritar, y gritas. Levantas las
manos alto, muy alto, decides poner el cielo como límite y no te comes el coco.
Los problemas se han quedado abajo y los desvaríos empiezan a rondar tu cabeza.
Eres ágil, fuerte, valiente, poderosa; te sientes así y quieres que así te vean
los demás. Sabes lo que tienes y te pones metas altas que pretendes conseguir,
piensas que puedes y que el mundo debe arrodillarse a tus pies porque justo en
el momento en el que te pone boca abajo te sientes la persona más importante
del planeta. Pero llega un momento, que como en todo, el camino acaba, los
raíles te frenan y un fuerte sonido llega a tus oídos, final del trayecto. La
barra de seguridad sube y el cinturón se deja desabrochar. Tu cuerpo aún nota
el impulso de la máquina y tu corazón palpita a 100 por hora, al igual que cuando
estás con él. Al bajar te tiemblan las piernas y te sientes débil por un
momento, el primer segundo en el que tocas el suelo, para después verte más
grande de lo que nunca te has visto, un gigante de hierro que impone respeto; y
te das cuenta de que todo con él es lo mismo, emoción, rapidez, angustia, dolor
en el estómago... Pero luego, cuando todo eso acaba, tienes la mejor sensación
de tu vida, un sabor dulce en la boca y ganas de
comerte el mundo.
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